Pero Caléndula notó que su padre no comía y que estaba muy triste.
- ¿Qué sucede, querido padre? -preguntó, acercándose. Le echó los brazos al cuello y él la besó, pero de pronto el rey gritó de espanto y angustia. En cuanto la tocó, el adorable rostro de Caléndula se convirtió en oro reluciente. Sus ojos no veían, sus labios no podían besarlo, sus bracitos no podían estrecharlo. Ya no era una hija risueña y cariñosa, sino una pequeña estatua de oro.
- ¿Eres feliz, rey Midas? -dijo una voz. Al volverse, Midas vio al desconocido.
- ¡Feliz! ¿Cómo puedes preguntármelo? ¡Soy el hombre más desdichado de este mundo! -dijo el rey.
- Tienes el toque de oro -replicó el desconocido-. ¿No es suficiente?
El rey Midas no alzó la cabeza ni respondió.
- ¿Qué prefieres, comida y un vaso de agua fría o estas pepitas de oro? -dijo el desconocido.
El rey Midas no pudo responder.
- ¿Qué prefieres, oh rey, esa pequeña estatua de oro, o una niña vivaracha y cariñosa?
- Oh, devuélveme a mi pequeña Caléndula y te daré todo el oro que tengo -dijo el rey-. He perdido todo lo que tenía de valioso.
- Eres más sabio que ayer, rey Midas -dijo el desconocido-. Zambúllete en el río que corre al pie de tu jardín, luego recoge un poco de agua y arrójala sobre aquello que quieras volver a su antigua forma. -El desconocido desapareció.
El rey Midas se levantó de un brinco y corrió al río. Se zambulló, llenó una jarra de agua y regresó deprisa al palacio. Roció con agua a Caléndula, y devolvió el color a sus mejillas. La niña abrió los ojos azules.
- ¡Vaya, padre! -exclamó-. ¿Qué sucedió?
Con un grito de alegría, el rey Midas la tomó en sus brazos.
Nunca más el rey Midas se interesó en otro oro que no fuera el oro de la luz del sol, o el oro del cabello de la pequeña Caléndula.
FIN
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